¿Por qué los liberales debemos hacer política activa?
Tomado de Perspectiva. Artículo de Héctor Ñaupari. Presidente del Instituto de Estudios de la Acción Humana. Vicepresidente de la Red Liberal de América Latina (Relial). Perú
Quizás la más inmensa pregunta celeste que debemos responder los defensores de la libertad de estas desconcertadas tierras sea la siguiente ¿por qué los liberales debemos hacer política activa? Confío en que las líneas que siguen a continuación puedan darnos una mejor réplica que los comentarios simples y sin gracia a los que alude el poeta peruano Antonio Cisneros en el poema que inicia este párrafo.
Se debe hacer política activa, en primer término, porque en América Latina urge un nuevo movimiento ideológico y partidario liberal, vigoroso, consciente, capaz de hacer frente a los vestigios jurásicos que nos toca enfrentar cada vez que buscamos desarrollarnos y que nos sumergen en la pobreza, la miseria y la desigualdad.
Porque el liberalismo es una ideología pacífica, integradora, incluyente, a diferencia de las teorías antisociales que fomentan la lucha de clases . Observa la sociedad y a los individuos en ella en lo referente al desarrollo, no en cuanto a la explotación. Crea y aprovecha las oportunidades a su alcance, en lugar de lamentarse por las ocasiones desaprovechadas.
Porque los liberales debemos dejar de ser ideólogos sin partido. Porque debemos dejar de seguir jugando a solas, sin intervenir de manera real y concreta en la vida pública. Porque no es posible proponer políticas públicas si no hay políticos que la implementen, una élite que las discuta y masas que las respalden. Porque, de esta suerte, continuaremos siendo hacedores de política en el vacío.
Porque no debemos, por ningún motivo, seguir alcanzando el poder en vehículos ajenos. Porque podemos tener think tanks, institutos, asociaciones, fundaciones, pensadores, políticas públicas bien elaboradas, periodistas, redes y organizaciones, pero si no contamos con partidos, de nada nos sirve. Podemos tener periódicos, blogs, libros y artículos diversos, pero si carecemos de partidos, nuestras ideas no se llevarán a la práctica.
Porque es un hecho objetivo que, en tanto reconocemos el sistema democrático representativo como el que con menos fallas permite la transferencia pacífica del poder y lo limita de un modo mejor que todos los demás, los políticos tienen un margen de maniobra que puede ser o no escaso o mínimo, pero que es en sí mismo indiscutible; por tanto, el político es el tramo final del sendero de los cambios institucionales. Por todo lo antes dicho, debemos ser liberales con voluntad política.
Así, para hacer política activa, debemos contar con partidos liberales. Un partido liberal debe ser democrático, con cuadros, organización, unidad, sin complejos, con ideas claras. Ha de ser combativo . Debe ser transversal a nuestras sociedades: el partido liberal que propongo debe tener sus empresarios, sus intelectuales, sus obreros, sus ejecutivos, sus maestros, sus comerciantes, sus ricos y sus pobres, así como también sus políticos profesionales, educados, capacitados y finalmente promovidos, para ahorrarnos la desgracia de los aventureros, los iluminados y los salvadores de la patria en la undécima hora. Y todos deben pasar por una línea de carrera política que permita seleccionarlos adecuadamente, por sus méritos reales.
El liberalismo político debe trabajar con las iglesias –el anticlericalismo es, en este momento, un estorbo y un arcaísmo–, al igual que establecer núcleos dinámicos e ideológicamente claros en la élite empresarial, para que deje de lado esa vocación suicida que parece congénita, y hacer un trabajo serio y permanente de bases. Debe identificar a las élites militares de los países de América Latina, para que éstas sepan defenderse de las posturas reformistas y de izquierda que tanto las contaminaron en el pasado.
Se deben organizar charlas con la élite empresarial liberal para sus cientos de miles de trabajadores, sobre las virtudes del libre mercado, el individualismo, el amor propio, entre otros. Del mismo modo, es pertinente rescatar cada caso de los trámites absurdos que complican la vida cotidiana de los ciudadanos y denunciarlos, proponiendo derogarlos o simplificarlos. Por otro lado, urge crear núcleos universitarios y profesionales en los principales espacios públicos y privados de las principales plazas económicas de cada país, identificando a todos los actores principales y comprometidos de cada lugar.
El liberalismo político debe trabajar incesantemente con los pobres. Para quienes piensan que sólo servimos a los ricos, hay que recordarles siempre el poema “El nuevo coloso” de Emma Lazarus, al pie de la estatua de la libertad, que dice:
Denme a mí sus fatigados, sus pobres,
sus abigarradas masas, anhelantes de libre respirar,
los miserables rechazados de sus prolíficas costas.
Envíen a esos, a los desahuciados, arrójenlos a mí,
¡que yo elevo mi faro junto a la dorada puerta! .
Esa es la visión que debemos transmitir. Que el liberalismo está con los pobres, para transformarlos en ricos, con sacrificio, trabajo y esfuerzo; con los desposeídos, para hacerlos propietarios; con los desahuciados, para elevarlos entre todos los hombres; con los miserables, para otorgarles dignidad, señorío y sentido de futuro. Ese liberalismo logrará que los pobres, desposeídos y miserables dejen de ser víctimas de tiranos, iluminados, cortesanos y parásitos. De este modo, enfrentará con hidalguía y resolución las ideas populistas que padecemos y que nos dejan sumidos en la miseria.
Ese partido liberal debe pensar en nuevas formas de liderazgo, nuevas formas de cultura organizacional, nuevas dinámicas y reglas institucionales, esto es, en reformar aquellas prácticas que configuran nuestras costumbres y modelos cotidianos.
Por último, hay una tarea que los liberales tienen con la política latinoamericana, y es fijar sus límites. Resulta evidente que hoy en día el ejercicio de la política en América Latina proviene de la desilusión y el desencanto, una situación en la que nos encontramos desde hace mucho y que se evidencia, por ejemplo, en los capitalismos populares e informales de nuestros países, como en la escasa participación en la cosa pública de nuestros compatriotas. En tal sentido, la libertad constituye un viento fresco de esperanza en tiempos marcados en gran parte por la desilusión y la desconfianza.
Así las cosas, la misión política de los liberales en nuestros países puede resumirse en la cuestión planteada por Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos . Cuando Popper examinó en su obra la pregunta formulada por Platón de ¿quién debe gobernar?, la condenó por peligrosa. Para Popper, “Platón puso a la filosofía de la política, como pregunta fundamental de la política, una interrogación que sigue vigente incluso hoy día, a saber: ‘¿quién debe gobernar?’. Y las respuestas a esta pregunta, las respuestas tradicionales, son: los más sabios, los mejores, los insobornables, eventualmente los mejores racionalmente o respuestas parecidas. También me parece equivocada la respuesta ‘el pueblo debe gobernar’, porque es precisamente la pregunta la que está equivocada”.
Y continúa: “En La sociedad abierta propuse remplazar la pregunta platónica acerca de ‘quién debe gobernar’ por otra radicalmente diferente: ‘¿qué podemos hacer para configurar nuestras instituciones políticas de modo que los dominadores malos e incapaces, que naturalmente intentamos evitar, pero que, no obstante, no resulta excesivamente fácil hacerlo, ocasionen los menores daños posibles y de modo que podamos deshacernos de los dominadores incapaces sin derramamiento de sangre?’. Esta cuestión pone el acento no en el modo de elección de un gobierno, sino en la posibilidad de derrocarlo” .
Para Popper, esa pregunta es la fundamental de toda la política, sobre la que se puede edificar una teoría de la democracia . Para él, entonces, cómo se debe gobernar y cómo se debe estructurar la sociedad eran asuntos reales, no menos apropiados como objeto de atención de la mirada del filósofo que la inducción o el concepto de infinitud. Ciertamente, por motivos obvios, aquellos asuntos resultaban aún más apremiantes. En resumen, no se trata de quién debe gobernar, sino de cómo podemos controlar a los que gobiernan.
Tal es la pregunta, racional y paradigmática, que se plantean los hombres conscientes de su propia falibilidad y de la de los demás, y que están dispuestos a construir y proteger reglas que permitan la convivencia de gente con ideas e ideales distintos y tal vez opuestos. Esa es la pregunta que debemos plantearnos.
Responderla, si nuestra intención es vivir en países prósperos y viables, significa establecer un cuestionamiento creativo en relación con el poder. Si el poder corrompe, como enseñó lord Acton , esto requiere una mirada minuciosa por quienes estén fuera de su órbita. Aun si llegaran al gobierno personas de reputación acrisolada, que coincidan con nuestras ideas, que tengan un plan brillante, así como probadas y magníficas intenciones, llegaran al gobierno, ello no significa que éstas no requieran contralorías y sujeciones continuas.
Como defensores de la libertad, los liberales debemos liberarnos de nuestros complejos, y no disimular nuestra verdadera identidad y nuestro discurso. Nadie que sienta complejo por expresar su identidad, nadie que tenga que presentarse ante la sociedad con otro nombre para disimular su personalidad, nadie que haga del complejo un rasgo vital de su idiosincrasia, puede aceptarse como algo cabal. Liberales habían sido los partidos del progreso, del cambio y la esperanza en el mundo y en nuestros países. Cuando se abandonaron esos valores, se rompieron los lazos que los unían con las masas y fueron cedidos, sin luchar por ellos, a nuestros adversarios, quienes los dilapidaron y pervirtieron.
Hoy, que nos encontramos en un laberinto iluminado , hay que hallar una salida, que “conduzca a una vigorización cívica, sin que ella implique el retorno a la etapa convulsiva que esterilizó tantas vidas y dejó tantas empresas urgentes, a medio hacer o sin iniciarse” .
Esa es nuestra misión hoy. Realicémosla para ser verdaderamente libres.
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